Los más solos

Sobre el escenario cuatro hombres. Cuatro locos que cuentan su historia. Botellas de plástico colgadas, cuatro catres sin colchones, y uno más sirviendo de fronteras para el espacio del inodoro. Zapatos abultados y retazos dispersos. Dos micrófonos -uno de cada lado del escenario- servirán para luego de que cada uno de los personajes actúa por primera vez, el público conozca su historia a través de una de las actrices que por un momento se despoja de su locura (representada por los zapatos). 

Inspirada en el reportaje "La caverna de Choreja" publicada en el salvadoreño diario digital El Faro, "Los más solos" de la compañía de teatro Del Azoro, relata la historia de Choreja, Víctor, Cerebro y Levy, cuatro  presos del Pabellón Psiquiátrico del penal de Soyapango en San Salvador. 

Aunque la primera parte de la obra se presta para la risa, la serie de horrores -las condiciones de vida dentro del pabellón y las causas por las que algunos de los personajes se encuentran ahí- no deja de ser densa. 

Al inicio, una fotografía del verdadero pabellón es parte del escenario, pero pronto desaparece. No hace falta. La utilería magníficamente utilizada por los personajes, ambienta a perfección el lugar, los catres son utilizados como rejas, como celdas, como otros personajes, como espacios pequeños de los cuales los locos, los presos, se apropian. 

La interacción entre los personajes llama a la locura. Está ahí, poco a poco se apodera del ambiente, y aunque sí, en parte se presta a la risa, lo que se cuenta, asesinatos, violaciones, maltrato psicológico previo al encarcelamiento y durante la estancia de los presos en el pabellón, lleva a que poco a poco, el público olvide la risa. 

Hay una escena fenomenal. Los presos están en el piso, tras los catres. En la parte de atrás del escenario, el vídeo de una monja/hermana es proyectado, les habla de Dios. Les cuenta la historia de un niño lunático que es sanado por Cristo que luego le reprocha a sus discípulos -que no habían podido hacer nada por el niño- su poca fe. Los presos, los locos repiten sus palabras y uno puede sentirse por un instante, en una iglesia pentecostal de barrio. Es la misma cosa.  

Víctor, uno de los personajes, tiene gangrena en un dedo. Hasta antes de que a él le sucediera eso por una herida no atendida, los presos, los locos estaban descalzos. Los encargados del pabellón se dan cuenta por el olor que se desprende del hombre. Esperan un permiso -que nunca llega- de la familia para cortarle el dedo, luego el pie, luego la pierna. Aunque el olor del cuerpo que se pudre no se siente, la forma como los personajes se relacionan con el pie, logra que se sienta el aroma a carne podrida, el dolor que la infección produce. 

La historia se pone cada vez más densa. Un episodio de locura por personaje cuenta, intenta trasmitir el principio o el origen de la locura, la razón por la cual están ahí. Parricido, asesinato, violación. Una o todas. 

La reacción del público fue buena, aunque -como siempre- los guatemaltecos tienen una facilidad enorme para reírse cuando alguien dice una mala palabra, sin escuchar lo que sigue, dejando a un lado la crudeza de lo que pueden estar escuchando, como cuando Cerebro acusa a Choreja y le dice "militar, militar asesino, así, así eran los niños, militar, militar asesino". No sé si esa facilidad responde a que vivimos en un medio tan crudo, tan lleno de violencia, que a pesar de que desde el inicio se sabe que la obra es sobre personas y situaciones reales, se olvida en cuanto alguien dice, "cerote" o "mierda". Pero luego cuando la obra se pone densa, densa, cuando inician los episodios de locura en solitario, el silencio fue total. Al final aplausos, ovación de pie, no podía esperarse menos. 

A pesar de que se sabe que se trata de actrices porque en el programa lo dice, porque cuando se quitan los zapatos para relatar la historia de otro, lo hacen con su voz de mujeres, Pamela Palenciano, Paola Miranda, Alicia Chong y Egly Larreynaga logran encarnar a estos cuatro presos, hombres, con sus pasiones, sus locuras de manera increíble. Cuando al final, mientras el público aplaude, se quitan las gorras, se descubre a cuatro mujeres guapas, actrices geniales capaces de hacernos pensar por una hora que son hombres. No de balde pasaron seis meses en el pabellón conociendo historias, observando reacciones, topándose todos los días con la locura. 

Es una lástima que fuera la única función, y es una pena también que no vengan más compañías de teatro salvadoreñas. Las veces que he ido al teatro en la tía patria siempre he encontrado buenas producciones, buenas actuaciones, puestas en escena que respetan el arte y al público.

Si quieren enterarse de lo que inspiró la obra, pueden leer el reportaje del faro acá: La caverna de Choreja y si quieren sentir algo parecido a lo que las actrices lograron con la gangrena, pueden leer el cuento Cementerio de carros del también salvadoreño (y gran Master de la literatura) Rafael Menjívar Ochoa. 




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