Polvo


Tu rostro cambió al volver del viaje. El de ella también. Anunciaste que nuestra casa no estaba lista aún, que el arquitecto había dicho que tomaría unos meses. Dijiste que la querías llena de lujos y detalles, con sócalos de madera, grifos de plata, ventanas francesas y dejaste mis cajas, nuestras cajas, en el garaje de su casa. Nos recibió sonriente como siempre, empujando sin dificultad la silla de ruedas, dijo que nos instalara en tu habitación de adolescencia, que solamente serían unos meses y tu te resististe siempre a llevarme a nuestra casa, quiero que sea sorpresa -decías- y yo creía en ti como en nadie e imaginaba la casa, su segundo nivel, lámparas de espejo y baños de porcelana. Pero ella fue abriendo las cajas, sacando poco a poco mis cosas, las cosas que había heredado de mis padres muertos, los regalos de boda, las fotografías antiguas y mis diarios de niña. Un adorno acá y una fotografía por allá, mis cajas se fueron vaciando y las cosas confundiéndose, las suyas y las mías. Dormías con ella, sentado en la poltrona de su gran habitación y tu cuarto de colores neutros y masculinos se fue llenando de las flores y de los adornos que decías a ella le molestaban, le dolían. Dijiste que ella tenía la necesidad de sentirse joven, de sentirse en vida y cambiaste mi ropa por la suya, mis espejos por los de ella, y yo encontraba en los suyos mi imagen demacrada, arrugas que naturalmente no tenía, que no saldrían sino en los próximos años, y pensaba que era a causa de la obscuridad de tu habitación, de su casa, de los rincones en los que lucían hermosos, los espejos que reflejaban las antigüedades de las que ella hacía parte. Ella y yo comenzamos a confundirnos. Al inicio me parecía gracioso, al igual que a ti, que las dos nos llamáramos Marta, que cumpliéramos años en el mismo día, con diferencia de cuarenta años, que calzáramos del mismo número. Fuiste vistiéndola con mis vestidos, con mis zapatos y mis joyas, aplicándole mis colores, pidiéndome que usara su ropa, su maquillaje, sus chales de lana para cubrir mi cuerpo embarazado que comenzaba a ensancharse.

El embarazo me sentaba mal, adquirí la fobia a los espejos y pasaba el día en tu habitación, en medio de sus encajes que se acumulaban y que parecían colocarse por si mismos para hacer una réplica exacta, estrecha, de su habitación. Las rodillas dolorosas, los pies hinchados y algunas canas que se perfilaban en mi cabello, que recogías para mantenerme fresca, me hacían sentir cada vez más vieja, vieja y pesada, cansada. El doctor atendió el parto en casa, asistido por ella que ya no ocupaba la silla de ruedas, por ti. Apenas distinguía en la obscuridad de velas menguantes, tu rostro y los suyos. El niño gritó, es niño dijeron y en el momento lo arrancaron de mi lado, estás muy débil dijo el médico, estás muy débil y debes cuidarte, recupérate, ya le darán fórmula y atoles de leche.

La silla me mira desde el pie de la cama, me mira y brilla con la luz que se cuela por las pesadas cortinas, me mira y me invita a subir en ella. Descubro mi piel cubierta por blusas de encaje y medias gruesas, intento levantarme y llegar a ella que parece presta a ayudarme, a llevarme hasta tu risa, hasta su voz, hasta el resoplido tranquilo del niño que duerme en la cuna. No reconozco mis manos, están manchadas, apergaminadas, con uñas débiles y colores pastel. Me duelen las rodillas, la espalda, el cuello, las piernas, apenas si logro llegar hasta la silla que sonríe con su respaldo de cuero viejo, que me guiña las manijas cansadas. Tú y ella ríen en su habitación, ríen y mis oídos duelen, ríen y voces de mujeres se desprenden de la silla, me murmuran que debo aproximarme en silencio, espiar en silencio, que me asome a la puerta de su habitación. Te veo de espaldas y no pareces tú, tu cabello poblado de canas me es ajeno, tus rodillas y tu espalda comienzan a doblarse, pero ella, ella es el retrato de su recuerdo en blanco y negro pleno de mis colores. Veo sus rodillas que han perdido los nudos de la edad y te veo, en silencio, acercarte a ella, besarle las mejillas rozagantes, las manos pálidas, los labios apasionados que atrapan tu boca entre sus dientes y te mordisquean despacio. El niño duerme en la habitación de junto, las voces me hablan, dicen que debo llevarlo lejos, apresarlo entre mis pechos marchitos. Las voces alzan la silla que no rueda, la silla que flota sobre las alfombras púrpura. El niño duerme y me acerco a su cuna, retiro el velo, las voces me dicen que no llore, que no grite, que tome entre mis manos el cuerpo del pequeño anciano que descansa entre cojines mohosos, que pierde poco a poco la suavidad de su piel. En el estante de la habitación encuentro sus fotografías, las fotografías de las voces, mujeres de nombre Marta y niños ancianos de nombre Miguel, como tú, como ella, como yo, como él, como nosotras, como ellos. Me veo en el metal de la silla y reconstruyo poco a poco mi imagen, veo lo que me has hecho, lo que me han hecho, veo en mí a las mujeres y sé que buscas la eterna juventud de tu madre, de tu esposa, de tu abuela, de quien quiera que sea ella, a través de mi, y de quien quiera que seas tú, a través de él. Hasta que la muerte los separe, dicen las voces que han descubierto el secreto, hasta que mi muerte y la de mi niño los unan de nuevo, jóvenes, sin canas, sin articulaciones nudosas, hasta que mi último suspiro y el del niño los llenen de vida, hasta que no quede más que polvo en la cama de tu adolescencia. Cárgalo, dicen las voces, cárgalo y huyamos, libéranos al final de la escalera. El niño casi no puede llorar, el niño es sordo, es mudo, es ciego, es viejo. Las voces me llevan hasta la escalera y prometen libertad, prometen verte aterrado con nuestra partida, prometen verla de rodillas, llorando por mí muerte. Sólo la partida voluntaria logrará parar el hechizo. Las gradas cubiertas de alfombras azules y esmeralda se muestran frente a mí como una cascada de vida, las voces cantan y empujan mi silla, el niño sonríe y promete con los ojos morir de un golpe, morir junto a mí, acepta vengarse de ti y de ella, que gritan al escuchar nuestra caída, que se convierten en polvo mientras cierro los párpados, mientras las voces cantan.

Comentarios

Anónimo ha dicho que…
Estàs loca, pero me encanta esa locura, espero que podás venir, muy en serio. Un beso.
Anónimo ha dicho que…
magistral, como siempre
Anónimo ha dicho que…
¡Por cierto feliz primer día de trabajo!
Denise Phé-Funchal ha dicho que…
José: Gracias!! Justo voy entrando, ya te contaré, cansado, extraño ser vagales.

Anónimo: gracias!
Anónimo ha dicho que…
Ay que lindo escribis, este texto esta bueno como el pan. Como se te aprende.

Abrazos
Toño ha dicho que…
Que tal! Soy un humilde biólogo aficionado a la fotografía. Si gustan pueden visitar mi espacio el cual esta compuesto de imágenes que plasman costumbres, fiestas, familias y naturaleza de México. Incluí fotografías muy viejas que mi abuela acaba de regalarme. Es un pequeño e interesante fragmento de la diversidad de mi país. La dirección es:

http://antoniobichoacuatico.spaces.live.com/

Saludos desde las montañas que saludan al Golfo de México,
Xalapa, Veracruz, México

Toño

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