Cuestión de piel
Todas las noches escucho a mi madre romper los espejos que mi padre, afanosamente, compra para martirizarla. Está de más decir que en casa no hay espejos. Al inicio mi hermana y yo buscábamos el reflejo de trozos de vidrio que habíamos rescatado del miedo de mi madre, que pulveriza completamente cualquier cosa que la refleje. Escondíamos entre cuadernos y libros, pequeños fragmentos de espejo que quebrábamos de los baños de la escuela. Pero ella se dio cuenta pronto y nos prohibió salir de casa. Mi madre tiene miedo a la edad, a las arrugas que acabaron con la piel de porcelana de la abuela. Los vidrios fueron cambiados por tablones, los pisos -alguna vez brillantes- estaban cubiertos por una capa de pintura mate y aserrín.
La deslumbrante piel de la abuela se exhibe pretenciosa por toda la casa, inmortalizada en daguerrotipos, retratos y algunas pocas fotografías anteriores a sus treinta años. Recuerdo cuando mamá cumplió treinta.
Papá llega tarde en la noche, luego de pasar al bar y saca, infaliblemente, un espejo de su attaché, del bolsillo de la camisa, de la manga, de su zapato y lo posa cerca de madre, que al verlo grita sin parar y lo lanza contra el piso, contra las paredes, contra él, que ríe a carcajadas inundadas de llanto, y luego pisa los fragmentos hasta triturarlos mientras su grito se apaga.
Mamá vive encerrada y, desde hace unos años, mi hermana y yo con ella. La abuela, a quien jamás vimos el rostro, ni el día de su muerte, decía que las mujeres pierden su belleza al llegar a los treinta, que la piel se opaca y que las arrugas se burlan del pasado. Jugábamos a los espejos cuando mi madre dormía, jugábamos a escondidas por los pasillos obscuros, alumbradas por las tenues velas. Mamá dice que los vidrios, los pisos, los bombillos, las manijas y todo aquello que refleje o sugiera un reflejo, son demonios crueles que han sido puestos por Dios para que las mujeres sufran contemplando el deterioro de sus dones más grandes, de los únicos que valen la pena: la juventud y la belleza. Nos explica durante las largas tardes, las sensaciones que el ajamiento de la piel le produce, dice que escucha cómo se resquebraja, cómo las arrugas, burlonas, marcan su piel, y como los lunares terribles manchan su blancura, su belleza. Mamá lee fragmentos de la Biblia en los que Dios condena a las mujeres que piensan, dice que estas mujeres son feas, que se transforman en hombres y se llenan de tareas que provocan la ira de Dios. Mamá dice que el lugar de las mujeres es en casa, que no deben salir, que pensándolo bien tenemos suerte de no ir más a la escuela, que así llegaremos santas a la muerte. Papá disfruta torturarla a puerta cerrada y luego hacerla gritar, y ella invoca a Dios todas las noches y todas las noches acaban con un grito de mi padre, supongo castigado por Dios.
La abuela se cubría el rostro con una máscara de tela negra, que solamente dejaba ver sus ojos verdes y una fila de perfectos dientes blancos, de los que se desprendían credos y aves marías, que golpeaban las paredes y retumbaban en ellas todo el día y se acumulaban con los anteriores. Mi hermana y yo intentábamos retirar su máscara, mientras dormía la siesta en la sala, pero los nudos eran demasiado fuertes y la abuela siempre despertaba y gritaba mientras nos perseguía con el fuste por la obscuridad de la casa. Hace unos años, antes que se llevaran el cadáver de la abuela, levanté la tapa del ataúd mientras mamá no veía, la abuela tenía las muñecas vendadas con trapos adornados con hermosos diseños café difusos.
Anoche una sonrisa extraña acompañaba a papá, que se apremió a servir el té de mi madre. Mamá quedó dormida en la sala y papá esperaba ansioso ante la puerta.
Con la muerte de la abuela mi hermana y yo inventamos nuevas formas de jugar a los espejos. Ponernos una frente a la otra era casi imposible sin que a eso, siguieran los gritos de mamá. Decidimos describir cómo nos veíamos, pero ella nos escuchó y prohibió que habláramos. Ahora leemos los libros de la biblioteca y para comunicarnos señalamos con un pequeño punto las palabras que queremos decirnos. Mamá no lo sabe, quizá está a punto, porque nos ve muy sonrientes y eso le disgusta. Dice que las arrugas aparecerán pronto, que las mujeres deben sacrificarse y sufrir en silencio, sin expresiones, que la alegría no es cosa de mujeres buenas, ni de pieles de porcelana.
Mamá dormía y papá esperaba en la puerta, a la que no tardaron a tocar para entregarle un enorme y delgado paquete. Nos dijo sonriente que dormiríamos todos juntos y que tenía un regalo para nosotros. Arrastró hasta su habitación el paquete, las escaleras y las herramientas que los mensajeros habían llevado y se encerró mientras mamá dormía profundamente y mi hermana y yo jugábamos junto a las velas. Salió al cabo de un par de horas y de nuevo tocaron a la puerta, papá devolvió solamente las herramientas y las escaleras. Asomó una extraña sonrisa al dintel de la sala y nos pidió que nos cambiáramos para dormir, mientras él llevaba a mamá a la habitación, y que luego fuéramos con ellos, que dormiríamos juntos.
Mamá siempre hablaba de la belleza, de la necesidad de tomar agua para mantener la suavidad de nuestra piel de porcelana. Papá dijo que besáramos a mamá, puso una piedra entre su mano, nos vendó los párpados para que descansáramos mejor y cantó hasta que quedamos dormidas. Mamá despertó de madrugada, creo que fue culpa mía por querer un poco de agua. Ella decía que siempre que se tuviera sed, había que beber, la piel lo agradecía. Yo intentaba verme en el agua, pero en casa no había nada que pudiera contenerla, y rápidamente se escapaba de mis manos. De regreso a la habitación escuché el grito, el sonido de la piedra, la creación de los fragmentos. Entré y encontré mi regalo. Espejos, enormes fragmentos de espejo, decorados con rojo, montados en bases que tienen la forma de mamá, la forma de papá, la forma de mi hermana. No puedo dejar de ver mi piel de porcelana, de admirar su suavidad y pensar en que pronto se marchitará. Creo que los regalos de mamá y de mi hermana están en otra habitación, quizá son espejos como los míos, pero uno de ellos con mi forma, no tardarán en llamarme para que los vea, quizá cuando puedan dejar de verse, seguramente mamá no ha rechazado este regalo, su girto no ha sonado más, seguro papá me llamará cuando en los rostros de mamá y de mi hermana se dibuje una sonrisa como la mía, como la de las bases de mis espejos.
Comentarios
Saludos.