CALAVERITA
La calaverita tocó mi hombro izquierdo, llamó mi atención justo en el momento en el que dejaba que me guiaras y cesaba de existir tal y como me conocías.
Estábamos allí en la selva de tonos pastel, vos buscándome sin darte cuenta, y yo huyendo de vos por última vez. Intentando romper toda magia. Acabar con tu espejismo.
La calaverita apareció de pronto de la luz de tu linterna. Me hacía reír y vos te enojabas por mi risa. Te enrabiaba que hablara con ella, morías del miedo, estabas frío. Pedías que no te dijera que ella estaba allí. No podías verla pero la sentías, la olías.
Olía a muerte.
Ella me hacía reír tanto como no había reído desde que me encontré atrapada en tu piel.
Se disfrazaba de suiza, de polaca, de hindú, de mexicana, y jugaba conmigo poco a poco, entre una imagen y palabras, me retaba a dejarte y seguirla.
Algo que me dé miedo enseñame, le dije, y comenzó a mostrarme a Romeo y Julieta, un risco y la bicicleta solitaria despeñándose. Me mostró tu miedo.
Reía con los trucos de calavera, reía de tu cuerpo que se encogía, de las gotas de sudor que atravesaban tu frente y caían coloridas sobre la alfombra de hojas secas. Intenté hacerte reír y dijiste que me callara, que todo lo amplificaba, que no soportabas escucharme.
Me pediste perdón.
La calavera se burlaba.
Tenía que desprenderme de vos y no me dabas permiso, me fusionabas a tus huesos con pensamientos confusos.
Salí abruptamente de tu cuerpo. Temblabas. Gritaste que me callara que no querías oírme, que me fuera porque lo sabía todo. Quise reír pero te molestaba, quise decirte adiós pero no me soportabas. Yo no hablaba pero me escuchabas. Mi risa y mi voz sonaban en otra parte.
Dentro de vos.
La calaverita me miraba. Reía de vos en silencio.
Cerraste los párpados, angustiado por mi presencia y la certeza de la calavera. Supe que era el momento de retirarme. Terminé de desprenderme de tu cuerpo y te dejé perdido en llanto, en miedo. Me fui con la calaquita y te dejé en tu celda selvática huyendo de vos y de mí.
La seguí entre los árboles, por el sendero, por el río, bajo el sol y la lluvia. La calaca hablaba con voz amarga de los miedos y reía. Seguía mostrándome cosas horribles en los televisores colgados en el pasillo derecho de la selva en que nos recluiste. La iglesia, la mariposa de alas verdes, los zapatos semáforo de tacón, el corazón podrido que latía rápido cuando mi risa inaudible atravesaba tus pensamientos.
El latido invadió el ambiente. Vibraba en mis oídos tu miedo, tu frío.
La calaca se sentó entre las hojas, sacó un pomo azul de su túnica harapienta. Retiró el corcho, tomó un largo trago que escupió sobre mi cuerpo que comenzó a arder. Diminutas, pequeñas personalidades del tamaño de un dedo meñique, se desprendieron de mi carne, de mi cabello. Poseían voces potentes, estridentes que sonaban al mismo tiempo levantando un remolino de hojas muertas.
Una de ellas corrió y se prendió a la tibia de la calaverita que la consolaba y le decía palabras dulces de muerte para que dejara de llorar. El flujo continuo de su llanto inundaba el claro. La calavera me tendió la mano y me alzó sin esfuerzo. La llorona chilló y su grito me bañó en sangre. Corrió a esconderse. La calaverita sonreía.
El remolino de las otras y la queja de la perdida resonaban en mis tímpanos, Me enloquecían. Grité que se callaran. No soportaba más, mis oídos sangraban. El lamento cesó. Silencio.
El lugar emanaba un calorcito, el llanto se evaporaba y una luz plateada nacía de los árboles. Suavemente las diminutas caminaron hacia mí. Las sentí meterse en la carne, trepar por las arterias, sentarse entre los sesos. Me provocaban cosquillas. Reía. Bailaba.
La perdida lloraba y corrí a buscarla. La encontré sentada en una rama, confundida con ella. Sus lágrimas de sangre corroían el árbol, la corteza se desprendía y dejaba la carne al aire. La calaca tras de mí reía a carcajadas. La pequeña me miraba con odio. Lloraba y decía que pronto la dejaría fuera, que era tus raíces y que me olvidaría en seguida de su voz. De tu voz. Mentí y me gustó creer que eso nunca pasaría. Le tendí la mano y dije que dejara en paz el árbol, que si te sacaba de mí, tenía permiso de llorar y corroerme hasta la muerte. Sonrió.
Complacida con mi promesa, me pidió abrir la boca, se deslizó por la rama y cayó sentada en la punta de mi lengua. Se despidió y advirtió que se instalaría en el corazón para comenzar por allí a desgastarme. Se internó en mi garganta, prendida de las cuerdas vocales bajó hasta la cavidad torácica, se impulsó saltando sobre el pulmón izquierdo y se incrustó en la válvula mitral.
Su paso por la lengua y sus saltitos en mis vísceras me provocaron un ataque de risa. Reía de la calaca parada frente a mí. Flaca con una túnica negra que le quedaba corta, con carne podrida sobre el rostro huesudo, con callos en los pies y escaso cabello que peinaba en remolino sobre la calva.
Con voz amable, la calaca preguntó por qué la había llamado. Dijo que no le gustaba que la llamaran si no le iban a dar trabajo, que eso era jugar con su tiempo y sugirió que podía llevarte a vos.
Intentó convencerme. Incluso se puso traje de ejecutiva para tomar un aire más serio. Hablaba, explicaba las ventajas de tu muerte, lo bien que me haría el duelo, que podía adquirir el estatus de viuda, si compraba una suscripción para tu recuerdo. Aunque no estuviéramos casados, ella podía hacer el papeleo para que nadie se diera cuenta. Sacó un catálogo de su attaché, me mostró los premios que podía ganar.
Cada vez que me acordara de vos ganaba puntos según la intensidad con que te extrañara. Si lloraba durante el funeral eran 10 000 puntos de introducción, luego por cada llanto de una hora eran 3 000 puntos, por las punzadas en el estómago al recordarte, 700, por mencionar tu nombre con tus amigos, 900, con alguien que no te conociera, 300. Si juntaba 30 000 me daban una lavadora de platos, si el sufrimiento era tanto que intentaba suicidarme, y no lo lograba, adquiría los 25 000 que faltaban para el auto. Mencionó además futuras promociones con viajes a Cuba y París.
No me pareció mala idea por un momento, pero no podía imaginarte muerto, preferí no conocerte así.
La calaca frustrada dijo que me tocaría matarte con mis propios recursos, que claro, si me arrepentía podía llamarla, que la cuota sería un poco más elevada pero que siempre estaba a mi servicio. Dejó una tarjeta con sus datos, escribió atrás su e–mail y se fue jugando con las hojas y silbando una cumbia.
Seguí bailando las cumbias de la muerte que se alejaba hasta que te escuché latir.
Volví a vos que aún tenías demasiado miedo a descubrirte. Estabas tirado en posición fetal sobre las hojas muertas. Me mirabas e intentabas tomarme de la mano. Llorabas. Un cuervo que pasó por allí dijo que no tardarías mucho. Preguntó nuestra historia y el silbido lejano fue toda respuesta. Sonrió con labios apenados, repitió que no estarías mucho tiempo. La selva nos abandonaba. El cuervo dijo, luego de prender un cigarrillo, que era tarde, que vos no hablabas, que tenías demasiado miedo. La selva desesperada por tu apatía se marchaba.
Me tendí sobre vos. Dejé que me sintieras sin tocarme, protegí tu cuerpo de la selva iracunda que se escapaba, que nos caía encima. Sentí tu fuerza, tímida, pura, temerosa. Hablé con tu sangre y te quité el miedo al bañarte con la esencia de las palabras que no pronunciaba pero que vos oías, que conocías de memoria. Tu cuerpo se volvió música y pudiste latir tranquilo, pleno, sin miedo.
Sólo por un momento, casi extinto perdiste las dudas y te internaste en las palabras de las que huías. No importaba. No nos quedaba mucho tiempo.
Estábamos allí en la selva de tonos pastel, vos buscándome sin darte cuenta, y yo huyendo de vos por última vez. Intentando romper toda magia. Acabar con tu espejismo.
La calaverita apareció de pronto de la luz de tu linterna. Me hacía reír y vos te enojabas por mi risa. Te enrabiaba que hablara con ella, morías del miedo, estabas frío. Pedías que no te dijera que ella estaba allí. No podías verla pero la sentías, la olías.
Olía a muerte.
Ella me hacía reír tanto como no había reído desde que me encontré atrapada en tu piel.
Se disfrazaba de suiza, de polaca, de hindú, de mexicana, y jugaba conmigo poco a poco, entre una imagen y palabras, me retaba a dejarte y seguirla.
Algo que me dé miedo enseñame, le dije, y comenzó a mostrarme a Romeo y Julieta, un risco y la bicicleta solitaria despeñándose. Me mostró tu miedo.
Reía con los trucos de calavera, reía de tu cuerpo que se encogía, de las gotas de sudor que atravesaban tu frente y caían coloridas sobre la alfombra de hojas secas. Intenté hacerte reír y dijiste que me callara, que todo lo amplificaba, que no soportabas escucharme.
Me pediste perdón.
La calavera se burlaba.
Tenía que desprenderme de vos y no me dabas permiso, me fusionabas a tus huesos con pensamientos confusos.
Salí abruptamente de tu cuerpo. Temblabas. Gritaste que me callara que no querías oírme, que me fuera porque lo sabía todo. Quise reír pero te molestaba, quise decirte adiós pero no me soportabas. Yo no hablaba pero me escuchabas. Mi risa y mi voz sonaban en otra parte.
Dentro de vos.
La calaverita me miraba. Reía de vos en silencio.
Cerraste los párpados, angustiado por mi presencia y la certeza de la calavera. Supe que era el momento de retirarme. Terminé de desprenderme de tu cuerpo y te dejé perdido en llanto, en miedo. Me fui con la calaquita y te dejé en tu celda selvática huyendo de vos y de mí.
La seguí entre los árboles, por el sendero, por el río, bajo el sol y la lluvia. La calaca hablaba con voz amarga de los miedos y reía. Seguía mostrándome cosas horribles en los televisores colgados en el pasillo derecho de la selva en que nos recluiste. La iglesia, la mariposa de alas verdes, los zapatos semáforo de tacón, el corazón podrido que latía rápido cuando mi risa inaudible atravesaba tus pensamientos.
El latido invadió el ambiente. Vibraba en mis oídos tu miedo, tu frío.
La calaca se sentó entre las hojas, sacó un pomo azul de su túnica harapienta. Retiró el corcho, tomó un largo trago que escupió sobre mi cuerpo que comenzó a arder. Diminutas, pequeñas personalidades del tamaño de un dedo meñique, se desprendieron de mi carne, de mi cabello. Poseían voces potentes, estridentes que sonaban al mismo tiempo levantando un remolino de hojas muertas.
Una de ellas corrió y se prendió a la tibia de la calaverita que la consolaba y le decía palabras dulces de muerte para que dejara de llorar. El flujo continuo de su llanto inundaba el claro. La calavera me tendió la mano y me alzó sin esfuerzo. La llorona chilló y su grito me bañó en sangre. Corrió a esconderse. La calaverita sonreía.
El remolino de las otras y la queja de la perdida resonaban en mis tímpanos, Me enloquecían. Grité que se callaran. No soportaba más, mis oídos sangraban. El lamento cesó. Silencio.
El lugar emanaba un calorcito, el llanto se evaporaba y una luz plateada nacía de los árboles. Suavemente las diminutas caminaron hacia mí. Las sentí meterse en la carne, trepar por las arterias, sentarse entre los sesos. Me provocaban cosquillas. Reía. Bailaba.
La perdida lloraba y corrí a buscarla. La encontré sentada en una rama, confundida con ella. Sus lágrimas de sangre corroían el árbol, la corteza se desprendía y dejaba la carne al aire. La calaca tras de mí reía a carcajadas. La pequeña me miraba con odio. Lloraba y decía que pronto la dejaría fuera, que era tus raíces y que me olvidaría en seguida de su voz. De tu voz. Mentí y me gustó creer que eso nunca pasaría. Le tendí la mano y dije que dejara en paz el árbol, que si te sacaba de mí, tenía permiso de llorar y corroerme hasta la muerte. Sonrió.
Complacida con mi promesa, me pidió abrir la boca, se deslizó por la rama y cayó sentada en la punta de mi lengua. Se despidió y advirtió que se instalaría en el corazón para comenzar por allí a desgastarme. Se internó en mi garganta, prendida de las cuerdas vocales bajó hasta la cavidad torácica, se impulsó saltando sobre el pulmón izquierdo y se incrustó en la válvula mitral.
Su paso por la lengua y sus saltitos en mis vísceras me provocaron un ataque de risa. Reía de la calaca parada frente a mí. Flaca con una túnica negra que le quedaba corta, con carne podrida sobre el rostro huesudo, con callos en los pies y escaso cabello que peinaba en remolino sobre la calva.
Con voz amable, la calaca preguntó por qué la había llamado. Dijo que no le gustaba que la llamaran si no le iban a dar trabajo, que eso era jugar con su tiempo y sugirió que podía llevarte a vos.
Intentó convencerme. Incluso se puso traje de ejecutiva para tomar un aire más serio. Hablaba, explicaba las ventajas de tu muerte, lo bien que me haría el duelo, que podía adquirir el estatus de viuda, si compraba una suscripción para tu recuerdo. Aunque no estuviéramos casados, ella podía hacer el papeleo para que nadie se diera cuenta. Sacó un catálogo de su attaché, me mostró los premios que podía ganar.
Cada vez que me acordara de vos ganaba puntos según la intensidad con que te extrañara. Si lloraba durante el funeral eran 10 000 puntos de introducción, luego por cada llanto de una hora eran 3 000 puntos, por las punzadas en el estómago al recordarte, 700, por mencionar tu nombre con tus amigos, 900, con alguien que no te conociera, 300. Si juntaba 30 000 me daban una lavadora de platos, si el sufrimiento era tanto que intentaba suicidarme, y no lo lograba, adquiría los 25 000 que faltaban para el auto. Mencionó además futuras promociones con viajes a Cuba y París.
No me pareció mala idea por un momento, pero no podía imaginarte muerto, preferí no conocerte así.
La calaca frustrada dijo que me tocaría matarte con mis propios recursos, que claro, si me arrepentía podía llamarla, que la cuota sería un poco más elevada pero que siempre estaba a mi servicio. Dejó una tarjeta con sus datos, escribió atrás su e–mail y se fue jugando con las hojas y silbando una cumbia.
Seguí bailando las cumbias de la muerte que se alejaba hasta que te escuché latir.
Volví a vos que aún tenías demasiado miedo a descubrirte. Estabas tirado en posición fetal sobre las hojas muertas. Me mirabas e intentabas tomarme de la mano. Llorabas. Un cuervo que pasó por allí dijo que no tardarías mucho. Preguntó nuestra historia y el silbido lejano fue toda respuesta. Sonrió con labios apenados, repitió que no estarías mucho tiempo. La selva nos abandonaba. El cuervo dijo, luego de prender un cigarrillo, que era tarde, que vos no hablabas, que tenías demasiado miedo. La selva desesperada por tu apatía se marchaba.
Me tendí sobre vos. Dejé que me sintieras sin tocarme, protegí tu cuerpo de la selva iracunda que se escapaba, que nos caía encima. Sentí tu fuerza, tímida, pura, temerosa. Hablé con tu sangre y te quité el miedo al bañarte con la esencia de las palabras que no pronunciaba pero que vos oías, que conocías de memoria. Tu cuerpo se volvió música y pudiste latir tranquilo, pleno, sin miedo.
Sólo por un momento, casi extinto perdiste las dudas y te internaste en las palabras de las que huías. No importaba. No nos quedaba mucho tiempo.
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Salú2