Como todos los días a las tres y media el autobús escolar paró frente a mí. La puerta se abrió, el conductor saludó mecánicamente, la monitora dijo buenas tardes y me puso en brazos al chiquillo. No reconocí su rostro, la mujer dijo apresurada que era el mío. Las etiquetas de la ropa correspondían a mis apellidos y a su nombre. El conductor cerró la puerta y el autobús retomó la marcha escupiendo sobre nosotros una nube gris. El chiquillo dormía entre mis brazos como siempre, como nunca. No era la primera vez que pasaba. Esa mañana rumbo al trabajo pasé frente al zoo: más de treinta autobuses amarillos, más de mil chiquillos. Pensé en él, pequeño y silencioso seguramente atemorizado entre la turba infantil uniformada. Pensé en él asombrándose frente a los elefantes, fijando sus enormes ojos grises en cada centímetro del cuello de las jirafas. Pensé en él asustado y atraído por las serpientes, pensé en él intentando comprar un helado con los cinco que le di esta mañana, llorando porqu...