Del olor a plástico y los recuerdos asociados...

Luego de la navidad y los villancicos y sonidos dulces que llenan supermercados y tiendas, se viene esa época con olor a plástico para forrar cuadernos. Todavía ahora, a muchos años de haber salido del cole, puedo sentir el olor con tan sólo evocarlo. Plástico zorrillo, le llamábamos con Marcelo, mi hermano. 

En los ochentas y noventas, la novena calle entre octava y novena avenidas, se transformaba -de la noche a la mañana- de venta de juguetes, nacimientos, serrín y tiras de manzanilla a venta de útiles chinos y plástico para forrar. Creo que en los últimos años, las cansadas madres que disponían de un poco más de plata, podían pagar para que alguien -más rápido que flash- les ayudara con esa práctica de forrar los cuadernos con papel de lustre de colores distintos según el grado escolar (nunca supe si esto era una práctica consensuada entre todos los coles o si cada uno disponía qué color correspondía a cada grado). Por suerte para mi madre, eso no tocaba en el cole, pero ella se esmeraba en hacer los mejores forros del mundo con recortes de revistas japonesas. Mamá trabajaba en la embajada de Japón, de ahí las figuras de dragones, animales exóticos, las siempre lindas flores de cerezo y otras cosas extrañas que adornaban nuestros cuadernos (creo que aún hay algunos en casa de mi tía). 

El olor a plástico, que seguro muchas generaciones recuerdan como un martirio, anunciaba ruidosa y pegajosamente que las vacaciones acababan, que no faltaba mucho para las levantadas de madrugada, el desayuno apresurado, el olvido de la lonchera, el bus, el largo bus -escolar o público- que llevaba hasta el cole y que arrullaba los últimos fragmentos de sueño. 

El cole, para la mayoría, era una pesadilla. Para mí lo era. Era volver a ese lugar en el que me sentía extraña, en el que si me descuidaba me escondían desde la lonchera hasta los zapatos, donde me hacían ronda para decirme cosas feas que saber a qué traumas familiares y personales de mis compañeros -aunque para ser sincera, más de mis compañeras- respondían. En fin, dejando a un lado esos recuerdos que a veces todavía duelen como si fueran de ayer, las prácticas de los maestros, sus formas de dar clase, también se convertían en un castigo. 

Tuve, por ejemplo, a la profesora que no dejaba que nadie fuera al baño si no había llevado una nota de los padres diciendo que algo no marchaba bien con los intestinos. A veces pienso, por la cantidad de víctimas de esa práctica, que quizá la doña tenía cierta afición oculta a los olores escatológicos y a gritar (tal vez de alegría) cada vez que alguien se hacía en clase. 

También tuve al profe que se rascaba el trasero (sí, lo metía entre la raya de sus nalgas dentro del pantalón) con el marcador, justo el momento antes de entregarlo -ese y sólo ese marcador- a algún compañero al que le pedía que pasara a resolver algo al pizarrón. El mismo profe se hurgaba la nariz con unas llaves antes -también- de darlas para pedir que se fuera a buscar algo que estaba bajo llave. No sé si sólo era sucio o, al igual que la otra doña, tenía cierta afición morbosa al asco que sus prácticas provocaban en los estudiantes. 

Recuerdo, más dentro de lo normalito, a otra profa, cuya voz me ponía nerviosa porque la fingía y la hacía aguda hasta la molestia, cuando le daba por personificar a los signos de puntuación o a las letras. Era del tipo de profas a las que les encantaba dibujarle pestañas y sombreros a todo lo que nos enseñaba. Supongo que esta práctica ha de seguir siendo de lo más normal. Y bueno, creo que los demás la amaban. 

Ya en la secundaria tuve una profa que no se bañaba y en cuanto empezaba su clase, muchas chavas sacaban sus perfumitos de roll-on -que estaban muy de moda- o sus botes de crema con olor a coco, vainilla y lavanda y aquello se convertía en un concierto de olores que, vaya, me provocaban un terrible dolor de cabeza. En verdad os digo, que para las que tenían la nariz zampada en sus muñecas o manos quizá la cosa era mejor, pero para los demás que no contábamos con esos evasores de olores, era terrible. 

También estaba el profe que cuando hablaba, su bigote servía de aspersor de saliva y uno paraba bañado en eso y las migas que aprovechaban del impulso para escapar de sus vellos. A este pobre hombre le tocó la peor parte de la adolescencia, cuando agradecí que por momentos la joda -el bullying, que le dicen ahora- se trasladara de los compañeros a los profes. Creo que lo hicieron llorar algunas veces e incluso alguien le mojó la entrepierna con una pistolita de agua. 

Otro profe era el que, también en la secundaria, se pegaba a los escritorios y si uno levantaba la cabeza lo que tenía enfrente era el paquete. Diablos. La gente está muy loca. 

Seguro cada cole tiene sus vainas, agradezco por cierto que no me hayan tocado experiencias como las que me han contado amigos que vienen de otros coles, como el profe que se sacaba los mocos y los pegaba bajo la mesa, la profa ya entrada en años que rozaba sus tetas contras las estudiantes. Tampoco me tocó alguno que caminara y se pedorreara a su paso, ni el que me contaban hace unos días que tenía la práctica de dejar a alguien de pie todo el día o el que, como clase de estudios sociales, hacía copiar la constitución entera. 

Hoy pasé por el súper y vaya, ya olía a plástico, ya estaban las tropas de empleados que colocaban cuadernos y todo tipo de útiles en las estanterías que hasta hace unos días, ocupaban los juguetes y la enorme variedad de guaro para las fiestas. 

Se acabó la navidad, pero quizá en la memoria de todos los que ya salimos del suplicio del cole, ese olor a plástico recuerde -también- que es casi tiempo de volver al chance... 

Felices fiestas. 


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