Crecí aquí, en esta ciudad. De ella vienen mis historias. En este parque, que en algún momento estaba lleno de árboles, de flores, de bancas y de recovecos, aprendí a patinar, pasé tardes maravillosas con mi madre y mi hermano dando de comer a los pájaros, corriendo tras de ellos para verlos volar, comprando estampitas para los álbumes de fut y de caricaturas, comiendo helados de crema y churros con azúcar con mi tío, escuchando las campanas de las iglesias cercanas, visitando a la Guadalupana con mis tías, buscando con mi hermano, mis primas y mi primo a los seres mágicos de las leyendas que aún recorren estas calles. Pero también me acompañan los recuerdos de las mujeres que se sentaban en las gradas del portal y de la catedral mostrando quemaduras y golpes en las piernas, en el cuerpo; los mendigos secadiablo, los trabajadores que pasaban presurosos sin tener tiempo de detenerse a ver las flores. Recuerdo a los niños pidiendo dinero o trabajando solos, mientras mi hermano y yo
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