Luz



En un inicio papá dejaba que la luz se colara por las rendijas de la puerta. Cerraba con llave y se alejaba alegre, a grandes pasos, golpeando sus muslos al ritmo del silbido agudo. El lugar era estrecho y húmedo, sin más entrada de luz que las hendiduras que papá tapó con el fango perpetuo del patio. El espacio estaba invadido por cajones de madera con candados herrumbrosos, herramientas de mangos podridos y puntas rojizas, y algunos bichos asustadizos que de vez en cuando se aventuraban a rozarme los zapatos, algunos las piernas. Lloraba y golpeaba la puerta, papá volvía, silbaba hasta que mis oídos dolían. Dejaba de llorar, me pegaba a las rendijas para atrapar la luz, ver las botas lodosas alejarse y escuchar el sonido de la puerta de la cocina, que se cerraba con llave tras él.
Las lágrimas continuaban rodando silenciosas y la lluvia constante se filtraba por el techo y caía fría empapando, delicada, el encaje amarillento de mis calcetas. Escuchaba el paso de los bichos entre los cajones. Todos tenían antenas, menos ella que dominaba el techo con sus amenazantes y miopes ojos.
Los días grises y luminosos que sacan de la rutina gris profunda me provocan sueño. El calor dentro del pequeño espacio húmedo desprende el aroma del musgo que se acumula en las paredes, en los cajones, sobre los restos de las herramienta, sólo su techo cóncavo permanece intacto, bordado de blanco, protegiéndonos de la lluvia, impidiendo que mis calcetas sin encaje se mojen, creando un pequeño espacio seco para que pueda sentarme mientras pasa el tiempo y la noche cae, la puerta se abre, como, duermo y de nuevo al encierro pero en mi habitación llena de muñecas con las que tengo prohibido jugar.
Siento que observa. Sé que intenta remover poco a poco el barro que tapa las rendijas y permitirme al menos ver las botas lodosas y la puerta que cierra la casa sin ventanas. Papá sintió mi mirada sobre sus botas, sonriente cubrió la puerta con barro y empujó con una rama el barro entre las rendijas, comprobó que la luz no se colara y dormí allí esa noche y los días que notó los mínimos agujeros en el lodo para ver un poco la luz, las patas de algunos pájaros, las gotas sobre la tierra hinchada. El techo brilla en la obscuridad del día, captura un tono verdoso filtrado por grueso tejido, ella me observa y se desliza hasta mi brazo. Sus pequeñas patas me producen cosquillas. Papá la encontró. Con una barra vieja retiró, silbando, las capas de hilo pegajoso, ella se escondió en la esquina, pude escuchar su llanto. La lluvia me moja de nuevo. Ella me observa desde su esquina, por momentos creo que le molesta que viva acá dentro. Papá trae comida, deja la mitad sobre mi vestido y la otra parte tras la puerta cerrada. Ella se acerca y se posa sobre mi hombro izquierdo. Teje. Los hilos me cierran la garganta. Ella teje. No puedo respirar. Teje. El aire se escapa. No veo. Ella se cuela por mi boca entreabierta. Papá se acerca. Escucho el principio de su silbido.

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